martes, 4 de enero de 2011

Las puertas infinitas de Alberto Hernández


El hastío ascendente en Puertas de Galina .

Por: Alfonso Solano.
“El hastío es, en cierto modo, el más sublime de los sentimientos humanos…No poder conformarse con ninguna cosa terrestre ni, por decirlo así, con la tierra toda…y encontrar que todo es pequeño y mediocre en comparación con la capacidad de nuestro espíritu… todo ello me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que podamos hallar en la naturaleza humana.”
Giácomo Leopardi.

I

Al igual que la angustía, el miedo y el júbilo en el ser humano, el hastío es un sentimiento arraigado en el interior del hombre que se manifiesta, recurrentemente, como una “proyección metafísica” que se hace presente en el quehacer poético y en el devenir de todo el arte contemporáneo. En la historia de la poesía moderna no ha sido menos importante: desde la irrupción de los “malditos” franceses incitado por Mallarmé y Baudelaire, este sentimiento privilegiado por filósofos como Heidegger y Kierkegaard, ha conformado todo un tejido neural de tradición, donde aún, siguen bebiendo los poetas de todas las esferas. “el poeta aparece en este mundo hastiado” nos afirma Baudelaire en los primeros versos de las flores del mal, pero a través de él, en su esencia emancipadora, el hastío se convierte en el camino, como la posibilidad de elevación y sublimación adquirida para alcanzar las más soterradas verdades del ser. Significa pues, en esencia, superación de la realidad inmediata y penetración en un estado de plenitud y de pensamiento inefable, como nos recuerda el gran poeta nuestro Silva Estrada. En Puertas de Galina del poeta Alberto Hernández (editorial memorias de Altagracia, 2010. Caracas, Venezuela) estas verdades del ser están sostenidas desde ángulos confrontados; tanto el de la angustía como el de la euforia. Así lo apreciamos desde sus primeros versos: “el último tren agota la hora extraviada. Un pájaro imposible cavila en la iglesia vieja, y el río resume la eternidad en un hombre que mira la devota peregrinación de los inviernos”.
El invierno aquí se refiere a la hora menguada, a esa otredad invisible en donde todo poeta habita. El hombre que mira, que navega en este río imposible, sabe que su destino no es ascender a la ausencia, sino descubrir en el vacío, las piedras significantes del sentido, del éxtasis, de la dificultad que subyace en el habitar poético, en esa desmesura que conforman los desiertos anhelados en la extensión del último horizonte:

A juicio de la mirada
el mundo rueda en la cresta de Dios
Pequeña arqueología de pasos,
roces del viento,
una puerta abre el temor
y el tiempo lo sabe.

Solamente este tiempo que todo lo sabe, se expresa en “su poder que se cambia con el silencio”:

Sólo la sombra dice de quien se estaciona
en la noche bajo la alargada sílaba. Más allá,
donde el sopor no tiene carne, está la mujer
que ayer nomás legitimó el silencio.

II

Las primeras puertas, las que evocan un paisaje temprano de las ciudades españolas de Salamanca, Alcalá y Compostela, son el preludio de los sentimientos expresados a través de imágenes verbales consecuentes y enmascaradas: La errancia, la angustía, el extravío, el vivir entre “la sagrada embriaguez del ser que somos” en exacta correspondencia con la exigencia de lo humano, como afirma lúcidamente Hanni Ossott, en su brillante ensayo: Memoria en ausencia de imagen. Luego, más adelante, la recordada poeta y ensayista venezolana nos incita a la reflexión con una adecuada interrogante: “¿Que se presenta desde el saber cómo lo más evidente?.. La herida y su persistencia…bajo los escombros de ese sistema se abre y se revela, a su vez, la otra herida, aquella de quien pregunta porque no conoce y porque sus propios cimientos se fundan sobre la ausencia de unidad, el horror al vacío o la nostalgia de lo pleno”. Este medio, este “horror al vacío” esta errancia del ser, constituye la materia prima de estos versos que abren caminos al silencio, descubren escombros y allanan portales:

Tantas son las puertas, tantos los pasadizos
La ciudad huye de mis ojos
Y de espaldas reconozco la desgarradura,
La marca del silencio, el gruñido
La bestia que agotó el hueco de la muerte.

Aunque se mida y se sienta en todo el poemario la “humedad de la muerte” y la muerte misma asuma “su cara de milagro” esta muerte no significa, sin embargo, el final del camino. Al contrario esta muerte representa el cambio hacia una nueva vida, el traspaso de vivencias hacia el porvenir del silencio, la extensión probable de un ser humano que “ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires…” (Friedrich Nietzsche: el nacimiento de la tragedia). Estos versos recuperan ese silencio, el “polvillo del remolino” bajo el mismo velo de la memoria y el hastío ascendente. Pero la poesía misma en su condición de engendradora de tiempos abiertos y sedientos de espacios reveladores es, de igual forma, fundación; eros y poiesis, triunfando sobre los escombros, traspasando las puertas del olvido:

Bajo el velo, la melancolía. El portal le
imprime a la ocasión la presencia de una errancia
agreste(…)Teresa disipa las imágenes,
abulta la cicatriz en la mejilla, rescata
la palabra apagada(…)

Si, es la misma palabra apagada que se oye gemir bajos los portales, bajo esas errancias, bajo la vegetación, bajo “el musgo de los estropicios”. Esta palabra silente recobra, en instantes, el brillo enceguecedor, sereno y arcano, que se extiende álgido sobre las sombras:

De las sombras un solo espacio
la vuelta al vano de una espera
donde el tiempo atisba llagas
y memorias

Este tono profético ,y en momentos fundacional, este habitar en el poema como lo concebía Hölderlin, nos evoca la propia situación angustiante y elusiva que experimenta el poeta Hernández en su propia casa: la casa de su espuma interior, la casa de sus silencios y también, la de sus resonancias marchitas. Pero esta casa del poeta es más amplía: la condición de la realidad poética del hastío, vasta en sus límites, sorpresiva en el umbral en donde todo se torna en silencio, vigilia y contemplación, se materializa en una actitud de ascendencia y transcendencia que se sostiene firme en la inmanencia, en la contingencia, en la espera y su reluciente esfera. “El poema es una espera” nos afirma con lucidez Jacques Dupin (la difficultté du soleil, París, 1970) y más adelante agrega: “Lo que acontece a cada instante, excede nuestros límites y, a la vez, no basta a nuestro deseo…El poema es el cumplimiento de esa espera, la espera de una espera y su centelleo…” En Puertas de Galina el poeta es, a su vez, todas las puertas, todos los paisajes, todos los silencios.
En definitiva estas puertas, que todo lo abarcan, son el pasadizo por donde discurren los sentimientos de una poética arraigada a la piel misma del poema y su transmutación en imágenes verbales: la angustia, el desvarío, pero también el júbilo y la proyección metafísica de una vida poco común que se detona en su esencia descarnada con una vitalidad y una fuerza telúrica única: “Velado por la noche, por la brisa que sacude las horas, mi cuerpo retorna el limpio aire del silencio… el mundo se rompe bajo mis pasos.” Al final el poeta transciende, en una curva simbólica de alquimia, ese sentimiento del hastío permanente del vivir y lo convierte en creación poética lúcida, reveladora, fundamentada y felizmente ascendente.

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