martes, 27 de septiembre de 2011

GIACOMETTI: La presencia-ausencia del ser en el arte



De vidente a vidente, de horizonte a horizonte, lo único definitivamente transmisible, es lo que queda por descubrir y transformar”
                               Alfredo Silva Estrada.


Por: Alfonso Solano.
Era una fría y estival tarde de Abril en el pequeño pueblo de Stampa, en la Suiza de principios del siglo XX. Desde el cobertizo de la granja, en donde Giovanni Giacometti había instalado su taller, se veía  a lo lejos las laderas y los Apeninos alegres y fogosos cubiertos de blanca nieve, como toda una torre de muffins con cobertura blanquesina de dulce azúcar glass. El joven Alberto se encontraba al lado de su padre -el pintor- tratando-desconcertado- de dibujar una pera en una hoja blanca que el veía demasiado grande, casi como un Sáhara infinito. El menudo aprendiz produjo un minúsculo boceto; dibujo una “petite poire” en el gran espacio blanco del papel. El padre al verla, montó en cólera: “¡hazla como la ves!”. Pero jamás pudo imaginar el indignado Giovanni, que de hecho, así era como la veía el pequeño Alberto. Sus ojos no se internaban y detenían en concebir y captar la realidad de la “forma real” de la pera. Sino que el joven Alberto lo que percibía de aquella fruta era su “presencia”. Ese ser, “se enfrentaba a él y le implicaba en una relación, cuya importancia fundamental, radicaba en la evocación sobre el papel del lugar que compartía observador y observado”, como bien lo describe y narra de forma amena, el poeta Yves Bonnefoy en su laureado texto sobre la obra de este colosal artista del arte contemporáneo: “Alberto Giacometti, biographie d’ une oeuvre” (Flamarión, Francia, 1991). Una obra de referencia capital para todo aquel que desee navegar por los territorios acuosos y misteriosos de este artista integral,  de este hombre, que como dice el  propio Bonnefoy “fue amado, amado con sentimiento como lo son bien pocos entre aquellos que buscan su verdad en el universo falaz de las imágenes”.

El “dasein” de Giacometti
Ciertamente, como lo concebía el espíritu inquieto y ensimismado, a la vez, de Giacometti, una obra de arte o un ser humano-valga la acotación- no debe contemplarse sólo con el sentido de la vista; se necesitan “otros ojos” para ver el contenido intimo de la obra. Esa otra-realidad oculta tras la forma. Sólo de esta manera, podemos entrar en la “majestad del ser de las cosas”. Ese era el ideal más alto de los poetas románticos que integraron el movimiento del “idealismo Alemán” y lo fue, por ende, de su más combativo defensor en el pensamiento filosófico: Martín Heidegger. De manera que dentro del espectro real de la concepción total de una obra artística, en su intimidad prima y absoluta, Giacometti y Heidegger se dan la mano. Aunque parezca raro e insólito. Un hecho concreto podría, eventualmente, demostrar tal relación. En una oportunidad Giacometti se empeño afanosamente en pintar un cráneo, que sostuvo y observó detenidamente durante meses. Al final concluyó que la tarea era imposible. Porque como dice Bonnefoy en su estudio de la obra, lo que le fascinaba de tal cráneo  no era su forma aislada, las características propias del objeto, su “cosificación”, más bien lo que perseguía el sensible artista, con denodada avidez y desesperación , era buscar el “más allá” de la apariencia del objeto, valga decir, el “alma” de la cosa. Giacometti frente a la cosa escogida “percibía, aunque confusamente, una especie de acontecimiento del objeto visto. Y tal acontecimiento, tal enigma, consistía en que le cráneo estuviese allí, frente a él, cuando podría no haber estado”, como nos acota el poeta Bonnefoy en su ensayo. El objeto y su prístina presencia más que su forma, era lo que fascinaba a Giacometti. Como lo hemos mencionado, el artista no veía formas, sino presencias. Este concebir del mundo de los objetos y de los seres que habitan este plano de cosas asidas a una realidad-otra, la hacía cuestionar, incluso, hasta su propia existencia. De hecho, esa fue siempre-como bien lo observa Bonnefoy- su mayor preocupación como artista y como ser humano. Al contario de lo que sucedía con otros artistas de su época, principalmente Picasso “que se libera para aparecer lúdico en ficciones de carácter formal”, la preocupación esencial de Giacometti como artista se centraba en una cuestión del ser: era fundamentalmente, una preocupación existencial. Tan cierto y cercano como en el concebir de esta esencia del ser en Heidegger y que volcó, con todo su genio, en su obra capital; Tanto para Giacometti como para Heidegger, los objetos y los seres humanos albergan la nada, el “dasein”, el estar simplemente allí, arrojados al mundo.
                                             Giacometti en su taller de París
La poética del ser
Al igual que las aspiraciones de los artistas bizantinos en sus obras alegóricas a la divinidad, Giacometti aspiraba con las suyas, transcender la existencia del objeto: buscaba sólo la presencia del Icono; su “iluminación”, la presencia captada como absoluto. De esta manera Giacometti, “retomó el arte que atestigua lo uno, lo trascendental”. Y lo hizo en un entorno ingente de talentos artísticos: en el París de los años veinte, una sociedad que como bien lo dice Bonnefoy “parecía haberla olvidado por completo”. El enigma en todo artista verdadero es recorrer-sin pena ni gloria- un camino propio y en esa dirección descubrir, no sin esfuerzo, los signos que guardan las relaciones de los objetos observados y plasmarlos en su obra con aquella zona atemporal que supone condensar la vida de estos objetos, es decir, exponer el signo como un elemento que carga su propia existencia, tanto dentro de si misma, como fuera de ella. Y allí, como un silencio escrutado en medio del desierto árido de las sombras, exponer la nada del tiempo, la nada del azar, la nada de la muerte. Al contrario de sus coetáneos, Giacometti enfrentó este enigma “de golpe, afirmando, como consecuencia, inmediata de esta relación que establece consigo misma, la importancia del tiempo vivido” como no los indica lúcidamente Bonnefoy en su estudio. Para lograrlo y poder plasmarlo en su obra, como lo hizo, Giacometti tuvo que experimentar con su propio ser en una especie de autoanálisis, una búsqueda de sí mismo que enseguida-como nos dice Bonnefoy- “le hizo comprender mejor su obsesión por la presencia y su necesidad de expresarla”. La presencia entonces, en la obra del artista, ya no es tan sólo, “una revelación que consume al propio objeto en el que se produce. Va al encuentro con el pintor”. Es en otras palabras, una “vida compartida”, una concepción de la vida que hizo que el propio artista estableciera-además de consigo mismo- una relación con los demás seres destinada “a ser compleja, pero que podrá resultar intensa, algo así como el amor hecho pintura”.
Dudo mucho que exista- y perdónenme mi ignorancia- un artista en el panorama del arte contemporáneo del siglo pasado que haya llegado tan lejos en lo que el propio Heidegger llamó “la trascendencia de la cosa en su esencia interna con el tiempo: la nada”, la cálida y desnuda nada. Giacometti, sólo puede ser comparado, en el ámbito artístico,  con otros seres como: Rimbaud en la poesía, Bach en la música “culta”, Monk en el jazz y  J. L. Borges en el mundo de las inquisiciones y ficciones narrativas. Seres que no agotaron su discurso en el mero “parloteo hermenéutico” del objeto artístico sino que vieron, quizás sin proponérselo, mas allá de la esencia, captaron la presencia absoluta de la obra. Una presencia sólo adquirida cuando se compromete todo el ser para asir su verdad intrínseca. De esta forma, el arte trasciende todo lo acontecido en un “tempus fugit” y, como lo menciona el mismo poeta Bonnefoy, “nada muestra mejor que el arte es grande porque se ciñe a una única intuición, con tal de que ésta vaya simplemente directa hacia el enigma, para hacerlo evidencia”. Giacometti con su arte, lo hizo ver a la humanidad entera, como pocos, en este mundo plagado de ciegos de espíritu y alma. Su legado continuará su viaje en la estela infinita.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Hanni Ossott: La larga noche del alma.



“Si pudiese caracterizar al poeta diría que es el hombre que anda en muletas, muletas del alma”.     
Hanni Ossott                                                                     

 Por: Alfonso Solano.
Existe una realidad-otra que pervive dentro de los seres, a través de la cual, se manifiesta toda una complejidad que no es reino ni de la razón ni de lo tangible y perecedero. Es una realidad que subyace en lo etéreo, en lo subliminal. Lo alberga el espíritu, el vehículo por el cual “el alma” cede a toda sabiduría y misterio. Una sabiduría dictada por los dominios suprareales de los fenómenos donde interactúa una verdad asida que contiene todo el secreto y la revelación del cosmos y el universo en su infinitud. Esto ha sido objeto de estudio tanto de filósofos antiguos griegos como Aristóteles hasta los más “modernos” como Schopenhauer o Heidegger. “Mucho antes del que el concepto moderno del alma tomara forma y el sentido que hoy se le atribuye, éste ya poseía un carácter definitivo y claro en las interrogaciones íntimas de aquél que las invoca y las hace hablar a través del corazón” como nos acota prudentemente Juan Carlos Santaella en su estudio sobre la noche y el alma, incluido en su ensayo “breve tratado de la noche” (Colección “Fuegos bajo el agua”, 1era edición, 1995.). En el mismo, el brillante y lúcido ensayista venezolano aborda todo este tópico con una profundidad y claridad que hace ver toda una revelación en la verdad que oculta el paso de la nocturnidad en los dominios del alma. “Se acudía al alma y no a la razón, para develar las pasiones, ordenar el sentimiento, comprender el destino, y, en fin, acceder por intermedio de su voz subterránea, a un orden de aproximaciones vivenciales que ningún otro saber podía ofrecer con tanta exactitud” (ibid,pag.65). Esta razón, promulgada a través de los intersticios sublimes del experimentar en la ensoñación y la vigilia, alimentó de manera prodigiosa y diríamos, de forma medular, toda la poética de Hanni Ossott (1946-2002).  Esto se reafirmó a través de su experiencia vivida en la luz de los espacios cedidos en la “ausencia de la memoria”, un espacio-otro que iluminó con su gesto inusitado el liminar del alma y que creó una de las poéticas más encandiladas, ceremoniales e iniciáticas que se conocen en todo el panorama poético contemporáneo venezolano.

Leer la poesía
Todo acercamiento a la poesía debe hacerse desde una tribuna de contemplación pasiva y con una actitud vigilante pero humilde, abierta a toda riqueza que pueda aportar dicha experiencia. Este lector de poesía debe poseer una cualidad singular: “debe tener la edad del poeta” pero no la edad cronológica “sino la edad mental, anímica, psíquica”, nos dice Hanni Ossott en su ensayo “como leer la poesía” (Hanni Ossott, “Cómo leer la Poesía” Bid&Co editores, 2005). Su acercamiento, convicción y concepción del mundo poético era de tal magnitud, que podía vivir un romance eterno con los poetas que despertaban su interés. Esto lo experimentó con Rilke, “el poeta atormentado de Praga” como solía ella llamarlo. Hanni tradujo a nuestro idioma la obra “las elegías de Duino” pero antes, tuvo que experimentar un acercamiento a su obra de una manera poco inusual “hace 23 años conocí a Rilke. Fascinada por él quise hacer mi trabajo de grado sobre su obra, pero no pude. Había en ese entonces ciertas imágenes que no comprendía. Pero no lo abandoné, seguí leyéndolo con fervor, pasivamente, escuchando…” (ibid., pág. 16). Le ocurrió lo mismo con otros poetas y esta vez, su pasión y entrega aumentaban a medida que se adentraba en los laberintos acuosos de los versos. Uno de los más singulares poetas con los que se unió indefectiblemente en pasión, fue el martiniqueño Henri Corbin. “Hace muchos años vi en una revista la cita de un verso de Henri Corbin. En ese momento quedé maravillada y su nombre fue guardado por mi en mi cerebro (…) Desde hace siete días ando con el libro “lejos como un viaje”. Si acaso he podido leer siete poemas. Uno por noche. Leo los poemas en voz alta, los transcribo en mi cuaderno como cualquier Pierre Menard, se los leo a mis amigas por teléfono. Ahora tengo con quien orar de noche desde la magnificencia” (ibid., pág.15). Con igual procedimiento y diríamos, con una entrega casi infantil, se dedicaba a escrutar en los escenarios mágicos y elusivos que provenían de las profundidades, abismos y evanescencias de las lecturas de sus poetas favoritos. Ella se encerraba en su cuarto, allí, mientras leía y se sumergía en el océano de las imágenes, realizaba su ritual singular; danzaba, hacía muecas, se contorsionaba, se tumbaba en el piso, lloraba y, de esta forma, bajaba de manera prodigiosa a las profundidades oscuras de su subconsciente. Al regresar de esa otredad luminosa, traía consigo todo el tesoro que los silencios procuran en el vacío de la existencia, tanto en el poema como en la vida misma. Con toda razón ella exclamaba: “los poetas son difíciles de leer (…) cada quién sostiene a un poeta”. Y yo agregaría; cada quién, de igual forma, sostiene sus fantasmas y demonios.

La Otredad Visible
Para Hanni Ossott, la poesía era una prolongación de la existencia. Ella respiraba, habitaba a través de la poesía. Esta concepción mística, iniciática de la experiencia poética, la apreciamos en forma corporal en sus ensayos, donde se aprecia una presencia dentro de la memoria de la palabra ,vista por medio de la  sujeción a una realidad que estaba más allá de la temporalidad inmediata. En su libro “Memoria en Ausencia de Imagen, Memoria del Cuerpo” (Fundarte, Caracas.1979) nos aproximamos a esta cosmogónica visión en la que siempre brota el germen fructífero de la poética vista como un elemento aglutinador del ser: “lo único experimentado desde allí (desde el pensar) es que se es. Saber se opone entonces a Ser. Para el saber, vivir a ras del ser significa una forma de muerte”. Esta, obviamente, es una concepción bastante heideggereana del existir en la experiencia poética, pero diríase que se torna lúcida en la medida en que nos adentramos en su propia obra lírica. Como Rilke, para Ossott, el poeta es un receptor de “lo excesivo de la existencia” y recupera para los hombres, la vida. “La poesía afirma la vida por lo que tiene de cárcel y libertad, devolviendo al hombre a lo que es. Ella le ofrece al hombre sólo el espejo donde contempla la gracia de su desgracia, el esplendor de su ruina: lo anhelante, el deseo de unidad, allí donde se es escisión, fisura” leemos en su ensayo “Obra, deseo, muerte y unidad” (capítulo 2., pp. 15-16) incluido en el texto que antes mencionamos.
Esta singular concepción del hecho poético es plasmada con desmesura y esplendor en toda su obra poética. Precisamente en su poema “Alma”, incluido en su libro “Hasta que llegue el día y huyan las sombras” del año 1983, apreciamos esta noción de ceremonial iniciático del ser:
“Cerca del peligro, plenamente disponible
                                                            -el alma
Entre corrientes, avanzando ciega
Colocada entre lo infernal y la quietud.
Hay una tempestad que arranca el tronco y lo arrastra
Hay una escisión en ascenso desde lo hondo
Una marea, un fervor”
En este sentido, podría decirse que su poesía es, ciertamente, una extensión de su propio ser. El corpus de su poética está infiltrado por las visiones aparecidas en sus largas horas de contemplación y ensoñación. En este aspecto singularísimo de su poesía se acerca a otra de las poetas capitales de los movimientos de vanguardia, ocurridos a la luz de la aparición del Surrealismo y el Creacionismo, extendido en Suramérica a través de poetas como Vicente Huidobro y Pierre Reverdy en las revistas Sic y Nord-Sud. Nos referimos a Olga Orozco (Argentina 1920-…) una mujer que supo crear mundos paralelos y sufrió-como muchas- la escisión propia de bajar a los abismos insondables del ser en su empeño de recrear a través de los sueños y la ensoñación misma, su “atanor cósmico , su retortas del arte espagírico que mueve los líquidos universales y las salamandras multicolores, para poner en ejecución un magma de transmutación de los elementos: el refundido de la noche, la amalgama del amor, la presencia de la muerte y, por sobre todas las cosas, la idea de la infinitud de Dios” como lo acota de forma lúcida el poeta y ensayista Manuel Ruano en la introducción y estudio de su Obra Poética,  que fue publicada por la biblioteca Ayacucho en el año 2000. Para Ruano, la poesía-en consonancia con nuestra poeta- “se sueña siempre así misma”. De esta forma, Hanni Ossott nos convoca, a través de sus poemas y reflexiones, a un mundo vasto en sus límites, exultante y gravitacional, un mundo que al decir de Bachelard convoque a la “lengua de los poetas que debe ser aprendida en forma directa, precisamente, como el lenguaje de las almas”.