“De vidente a vidente, de horizonte a horizonte, lo único definitivamente transmisible, es lo que queda por descubrir y transformar”
Alfredo Silva Estrada.
Por: Alfonso Solano.
Era una fría y estival tarde de Abril en el pequeño pueblo de Stampa, en la Suiza de principios del siglo XX. Desde el cobertizo de la granja, en donde Giovanni Giacometti había instalado su taller, se veía a lo lejos las laderas y los Apeninos alegres y fogosos cubiertos de blanca nieve, como toda una torre de muffins con cobertura blanquesina de dulce azúcar glass. El joven Alberto se encontraba al lado de su padre -el pintor- tratando-desconcertado- de dibujar una pera en una hoja blanca que el veía demasiado grande, casi como un Sáhara infinito. El menudo aprendiz produjo un minúsculo boceto; dibujo una “petite poire” en el gran espacio blanco del papel. El padre al verla, montó en cólera: “¡hazla como la ves!”. Pero jamás pudo imaginar el indignado Giovanni, que de hecho, así era como la veía el pequeño Alberto. Sus ojos no se internaban y detenían en concebir y captar la realidad de la “forma real” de la pera. Sino que el joven Alberto lo que percibía de aquella fruta era su “presencia”. Ese ser, “se enfrentaba a él y le implicaba en una relación, cuya importancia fundamental, radicaba en la evocación sobre el papel del lugar que compartía observador y observado”, como bien lo describe y narra de forma amena, el poeta Yves Bonnefoy en su laureado texto sobre la obra de este colosal artista del arte contemporáneo: “Alberto Giacometti, biographie d’ une oeuvre” (Flamarión, Francia, 1991). Una obra de referencia capital para todo aquel que desee navegar por los territorios acuosos y misteriosos de este artista integral, de este hombre, que como dice el propio Bonnefoy “fue amado, amado con sentimiento como lo son bien pocos entre aquellos que buscan su verdad en el universo falaz de las imágenes”.
El “dasein” de Giacometti
Ciertamente, como lo concebía el espíritu inquieto y ensimismado, a la vez, de Giacometti, una obra de arte o un ser humano-valga la acotación- no debe contemplarse sólo con el sentido de la vista; se necesitan “otros ojos” para ver el contenido intimo de la obra. Esa otra-realidad oculta tras la forma. Sólo de esta manera, podemos entrar en la “majestad del ser de las cosas”. Ese era el ideal más alto de los poetas románticos que integraron el movimiento del “idealismo Alemán” y lo fue, por ende, de su más combativo defensor en el pensamiento filosófico: Martín Heidegger. De manera que dentro del espectro real de la concepción total de una obra artística, en su intimidad prima y absoluta, Giacometti y Heidegger se dan la mano. Aunque parezca raro e insólito. Un hecho concreto podría, eventualmente, demostrar tal relación. En una oportunidad Giacometti se empeño afanosamente en pintar un cráneo, que sostuvo y observó detenidamente durante meses. Al final concluyó que la tarea era imposible. Porque como dice Bonnefoy en su estudio de la obra, lo que le fascinaba de tal cráneo no era su forma aislada, las características propias del objeto, su “cosificación”, más bien lo que perseguía el sensible artista, con denodada avidez y desesperación , era buscar el “más allá” de la apariencia del objeto, valga decir, el “alma” de la cosa. Giacometti frente a la cosa escogida “percibía, aunque confusamente, una especie de acontecimiento del objeto visto. Y tal acontecimiento, tal enigma, consistía en que le cráneo estuviese allí, frente a él, cuando podría no haber estado”, como nos acota el poeta Bonnefoy en su ensayo. El objeto y su prístina presencia más que su forma, era lo que fascinaba a Giacometti. Como lo hemos mencionado, el artista no veía formas, sino presencias. Este concebir del mundo de los objetos y de los seres que habitan este plano de cosas asidas a una realidad-otra, la hacía cuestionar, incluso, hasta su propia existencia. De hecho, esa fue siempre-como bien lo observa Bonnefoy- su mayor preocupación como artista y como ser humano. Al contario de lo que sucedía con otros artistas de su época, principalmente Picasso “que se libera para aparecer lúdico en ficciones de carácter formal”, la preocupación esencial de Giacometti como artista se centraba en una cuestión del ser: era fundamentalmente, una preocupación existencial. Tan cierto y cercano como en el concebir de esta esencia del ser en Heidegger y que volcó, con todo su genio, en su obra capital; Tanto para Giacometti como para Heidegger, los objetos y los seres humanos albergan la nada, el “dasein”, el estar simplemente allí, arrojados al mundo.
Giacometti en su taller de París
La poética del ser
Al igual que las aspiraciones de los artistas bizantinos en sus obras alegóricas a la divinidad, Giacometti aspiraba con las suyas, transcender la existencia del objeto: buscaba sólo la presencia del Icono; su “iluminación”, la presencia captada como absoluto. De esta manera Giacometti, “retomó el arte que atestigua lo uno, lo trascendental”. Y lo hizo en un entorno ingente de talentos artísticos: en el París de los años veinte, una sociedad que como bien lo dice Bonnefoy “parecía haberla olvidado por completo”. El enigma en todo artista verdadero es recorrer-sin pena ni gloria- un camino propio y en esa dirección descubrir, no sin esfuerzo, los signos que guardan las relaciones de los objetos observados y plasmarlos en su obra con aquella zona atemporal que supone condensar la vida de estos objetos, es decir, exponer el signo como un elemento que carga su propia existencia, tanto dentro de si misma, como fuera de ella. Y allí, como un silencio escrutado en medio del desierto árido de las sombras, exponer la nada del tiempo, la nada del azar, la nada de la muerte. Al contrario de sus coetáneos, Giacometti enfrentó este enigma “de golpe, afirmando, como consecuencia, inmediata de esta relación que establece consigo misma, la importancia del tiempo vivido” como no los indica lúcidamente Bonnefoy en su estudio. Para lograrlo y poder plasmarlo en su obra, como lo hizo, Giacometti tuvo que experimentar con su propio ser en una especie de autoanálisis, una búsqueda de sí mismo que enseguida-como nos dice Bonnefoy- “le hizo comprender mejor su obsesión por la presencia y su necesidad de expresarla”. La presencia entonces, en la obra del artista, ya no es tan sólo, “una revelación que consume al propio objeto en el que se produce. Va al encuentro con el pintor”. Es en otras palabras, una “vida compartida”, una concepción de la vida que hizo que el propio artista estableciera-además de consigo mismo- una relación con los demás seres destinada “a ser compleja, pero que podrá resultar intensa, algo así como el amor hecho pintura”.
Dudo mucho que exista- y perdónenme mi ignorancia- un artista en el panorama del arte contemporáneo del siglo pasado que haya llegado tan lejos en lo que el propio Heidegger llamó “la trascendencia de la cosa en su esencia interna con el tiempo: la nada”, la cálida y desnuda nada. Giacometti, sólo puede ser comparado, en el ámbito artístico, con otros seres como: Rimbaud en la poesía, Bach en la música “culta”, Monk en el jazz y J. L. Borges en el mundo de las inquisiciones y ficciones narrativas. Seres que no agotaron su discurso en el mero “parloteo hermenéutico” del objeto artístico sino que vieron, quizás sin proponérselo, mas allá de la esencia, captaron la presencia absoluta de la obra. Una presencia sólo adquirida cuando se compromete todo el ser para asir su verdad intrínseca. De esta forma, el arte trasciende todo lo acontecido en un “tempus fugit” y, como lo menciona el mismo poeta Bonnefoy, “nada muestra mejor que el arte es grande porque se ciñe a una única intuición, con tal de que ésta vaya simplemente directa hacia el enigma, para hacerlo evidencia”. Giacometti con su arte, lo hizo ver a la humanidad entera, como pocos, en este mundo plagado de ciegos de espíritu y alma. Su legado continuará su viaje en la estela infinita.
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