miércoles, 5 de enero de 2011

Bluesnik


Fotografía: Alfonso Solano

BLUESNIK

Era cerca de las 10:30 en la pesada noche del lunes cuando Jack se dispuso a tomar el tren para dirigirse al bar ville donde solía tocar con frecuencia. Mientras miraba por la ventanilla del tren las candilejas de la gran ciudad luz, Jack veía incesantemente, como en una película de Stanley Kubrick, los círculos concéntricos a su alrededor que lo acosaban sobre todo, cuando se aproximaba la noche. Una vez que llegaba al bar, después de saludar a sus compañeros, se dirigía al baño y se lavaba la cara para apaciguar un poco la fatiga producida por las visiones constantes. Allí en el bar fue donde Jack vio por primera vez a la bella Cecille. El Ville es un lugar que nadie debería visitar desarmado, en especial si es un mito-melómano. En eso era a lo que era fiel Cecille. Siempre buscaba uno de esos sillones mullidos y cansados de los que se ubican en la esquina de la barra, cerca del escenario. Ella iba allí religiosamente todos los lunes. Lo que no se imaginaba Jack Morgan es que ella acudía a ese lugar para escucharlo tocar y verlo cuando tomaba su trompeta y la elevaba, como izando una bandera, en medio de un solo hipnótico, vigoroso y viril cuando el grupo tocaba el tema fetiche de cada noche: Giant Steps de John Coltrane. Ahora olvidé porqué escogí este tránsito…Ah! Ya lo recuerdo. Los clubs, al fin y el cabo son eso, clubs. Aunque existen y se abren por razones puramente crematísticas (y no para los músicos). Si vamos a ellos y encontramos un lugar privilegiado como encontró Cecille el suyo y lo mantenemos, si es a un gran músico a quien escuchamos, es muy probable que nos lleve más allá de la mezquindad y la estupidez de nuestros amados y bellos enemigos. Jack Morgan podía hacer eso. Llevarte a un lugar que nunca antes habías visitado. Lo ha hecho por Cecille más de una vez..! y su música es una de las razones por las cuales el vestido del suicidio resulta, realmente aburrido.

Cecille lo había visto entrando al bar cuando llegaba, siempre retardado, a cumplir con su faena nocturna. Desde los rincones sombríos, malolientes e intrincados del interior del Ville, un blues danzaba incesantemente y coqueteaba con las horas. Daba vueltas y no cesaba en su rutina circular. Jack lo atacaba con soberbia maestría. Arrancaba a toda velocidad sobre el tema y en medio de su exposición de notas, demoraba la melodía para el final. Cecille miraba y escuchaba hipnotizada el sonido trepidante de las notas que salían de aquella trompeta. Jack rodeaba el blues, hacía uso de obstinatos, notas pedales, escalas poco habituales, siempre con una lógica impecable. Al acabar su solo, Jack intentaba mirar sobre la densa niebla que se disipaba espesa en medio de la sala. Cecille sonreía y todo su cuerpo vibraba como la algarabía de una alfombra de langostas nocturnas en medio de la oscura carretera. Él solo se percató de su presencia cuando se aproximó a la barra a tomar su habitual trago entre los descansos del set. Ella lo miraba potente y firmemente. Jack sintió los agudos y punzantes ecos de su mirada sobre sus hombros.-- Vaya Jack, el gran Jack Morgan, al fin puedo conocerte-susurro alegre Cecille-. Él la miro con descuidada confianza.

-Te conozco?

-No, en realidad-respondió atenta Cecille.

-Pero creo que te he visto en otras noches-replicó Jack

-Es probable… Cecille, me llamo Cecille.

-Es un placer... Jack se quedó mirándola a los ojos profundamente, mientras le tomaba la mano…

-Me disculpas un momento, por favor…

-Si, claro, no hay problema vaquero-expresó un poco confusa Cecille.

Jack se alejo con prisa al fondo del escenario. Ya había comenzado a tocar todo el grupo el segundo set de la noche y Malcolm el baterista le hacía señas a Jack desde el plató. Jack ni se inmutó. Buscaba algo un poco azorado en el fondo del bag de su trompeta desesperado como quien no desea que se le escape ni un solo minuto porque siente, que allí, se le va toda la vida.--donde estará demonios!!! –sé que lo he visto… en algún lugar de…Allí estas..! Sobre la palma de la mano Jack sostenía un amuleto de plata. Lo apretó con fuerza en su puño. Era algo así como una cruz de plata con una viva flor roja en medio de las dos astas donde se unen los vértices para formar la cruz. La acercó a sus ojos para detallarla, la volteó a discreción y la acercó aun más. Allí pudo leer a media luz una inscripción que decía: “Et tout, le reste est rien”. Aquella frase le retumbaba en su mente con un eco inusitado…Et tout, le reste es rien… De pronto recordó a su madre sentada al sur de la nada, recitando los versos de un pasaje del poeta Mallarmé sobre su amigo Verlaine. “Quien busca, recomienda el solitario salto hace poco exterior de nuestro vagabundo Verlaine? Entre la yerba está oculto, Verlaine”… Jack se quedó como suspendido y de pronto se le iluminó el rostro. En esa frase estaba la clave que buscaba. Ciento de horas y horas ensimismado viendo círculos concéntricos, dando vueltas sin cesar. Esa imagen se repetía constantemente y lo acechaba a cada minuto, a toda hora, sobre todo cuando se aproximaba la noche. Pero ahora de pronto, vio la ominosa claridad. La entendió. Veía ráfagas luminiscentes sobre los círculos y en el medio, la luz solemne. Tomó su trompeta, la empuño firme y la elevó hacia el cielo, una vez más…La música que salía de aquel instrumento era de una belleza desconocida, intrigante, desoladora. La música invadió toda la pequeña sala de aquel bar con remolinos enormes que se esparcían por las paredes y el techo. Todos los que estaban allí, incluyendo a Cecille, se vieron en medio de una tierra baldía, silenciosa y solemne. Esa música viva era el lenguaje de todo este ignoto lugar. Y Jack pensó en su madre y en Cecille que se quedó paralizada en medio de la sala. “Si puedes oír esta música te hará llevar a la tierra recobrada y, cosas maravillosas y extrañas te pueden suceder”. Yo mismo podría, muy bien, convertirme en una de ellas.

Alfonso Solano.

martes, 4 de enero de 2011

La noche Oblicua de François Migeot

 









El lirismo de Luz negra de François Migeot

“8000 demonios ocultos
Nos gritan que el insomnio
Es tierra de exilio, sin leopardos ni ríos”
Juan Sánchez Peláez.
Por: Alfonso Solano.

Pocas circunstancias en la vida en la que, efectivamente, nos encontramos desnudos ante nosotros mismos y acompañados de nuestros “demonios habituales” es comparable al misterio que nos produce lo nocturno, a esa embriaguez mágica lunar y a sus vínculos imaginarios y elusivos que nos evoca las tinieblas. La noche, con toda su carga de realidades oníricas y suprareales, ha sido desde tiempos inmemoriales, motivo y espacio de revelaciones secretas, alma y probidad de lo desasido, polvo de origen ultraterreno y compendio de los sueños que se revelan ante nuestro asombro y miedo. La nocturnidad, secreta y reveladora, ha fungido en casi todos los ámbitos de la literatura y del imaginario social, como una viuda triste y pesarosa que no cesa nunca de contarnos sus penas. Sin embargo, y a pesar de su presencia constante en la vorágine creativa de la vida, tanto de poetas como artistas de toda índole, carece de una historia oficial. Es materia desconocida en términos de estudios, precisamente porque se puede trazar una investigación de largo aliento en temas humanos diversos, pero procurar hacer los mismo con la noche, es tarea arduo difícil, por no decir improbable. No obstante su vacuidad historicista, ha sido en cambio, el tejido neural y la práctica alucinada del misterio irracional de todos los poetas contemporáneos desde que surgió, como es sabido, de las fuentes prodigiosas de la frisson nouveau a la que Víctor Hugo aludía refiriéndose a los poetas malditos. Y es precisamente un francés, discreto y elegante, llamado Francois Migeot quien aborda este “eclipse” que difunde las tinieblas cuando las palabras se nos revelan con todo su halo de misterio:

Noche
boca apagada
una multitud corre sin cabeza
en los pasillos alumbrados
del alma
Uno se pierde en sí mismo
quimera de imágenes
balsa de palabras.

La noche, como sustancia generadora de silencios y resplandores, está presente en toda la obra poética de este francés espigado y discreto y discurre con todo su caudal, especialmente en el poemario Formes de la nuit (formas de la noche) que está incluido en la antología poética que publicara Monte Ávila en mayo de este año. En él advertimos una virtud particular: la condición nocturna como la constatación de un viaje hacía lo más profundo del alma humana. Un inside revelador, en todo el sentido que tiene este término inglés. Migeot nos revela sus visiones nocturnales y nos hace cómplice de su abandono:

Velando
en sus mechas hechas de insomnio
nos quemamos
aclaramos
acechamos la salida de los aparecidos
para el vuelo nocturno
de los pájaros hechos de mano.

El “vuelo nocturno de los pájaros hechos de mano” hermosa visión del laberinto de soledad en el que todos los hombres nos encontramos en nuestra existencia. En la realidad de los días que pasan desaparecidos entre dos luces, los caminos, ciertamente, nos persiguen adentro. Son en definitiva esa verdad constante en la que las visiones nocturnas se nos tornan agobiantes y en las que se nos revela la sustancia de lo inasible, como nos dice lúcidamente Octavio Paz: “El hombre es nostalgia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a si mismo se siente como carencia de otro, como soledad”. Nada más cierto en la experiencia surgida del silencio de las palabras que Migeot asoma con toda desmesura en la oscuridad de sus versos:

Rostro
barca
uno deriva
solo en si mismo
cada día un brazo muerto
Y naufragar
sin ni siquiera
reconocerse
y ya el mundo guarda lentamente
las sombras para la huida.

Y luego, en el abismo que separa los dos mundos, la dialéctica del alma discurre por caminos insospechados:

(…) La colina se arrodilla
y baja los ojos
Luego la noche entreabierta
detrás de la esperanza
en el movimiento de la cortina.

De igual manera, la noche engendra a la amada desconocida y la convoca para los rituales secretos compartidos en la memoria de los tiempos:

Escuchar (…)
El bastón de ese corazón
Que marcha
Como un ciego
A tientas
En las carnes
Al encuentro del tuyo.

La noche es convocada aquí, con el aroma aciago del cuerpo ajeno que se anhela y se respira. Sin él la noche moriría, como nos recuerda Juan Carlos Santaella en su lúcido ensayo Breve tratado de la noche: “Sin la noche, el amor sucumbiría, dejaría de ser “la libre elección del vértigo”… porque no hay experiencia amorosa que no surja de las incandescencias nocturnas, de los resplandores furtivos de la oscuridad”. Es, en efecto, la evocación nocturna del deseo que se vuelca con toda su carga impetuosa en medio de los versos. En otros, sucumbe ante las visiones de un avatar desolado, abandonado en medio de la luna:

Tregua
antes del regreso de la calle
de la marcha sobre el polvo de la ciudad (…)
antes del duelo del mundo
que uno clava paso a paso
esperando durar (…)

La realidad constante y sin duda elusiva que produce la noche en medio de nuestra soledad, alimenta prodigiosamente una verdad resonante que persiste en la palabra: el sueño. Gastón Bachelard no los recuerda en una aguda reflexión: “La ensoñación de un soñador alcanza para hacer soñar a todo un universo. El descanso del soñador basta para dar reposo a las aguas, a las nubes, al viento”. Este viaje, nos dice Santaella “suele hacerse bajo la supervisión estricta de la noche y nos conduce hacía una zona atemporal, donde la realidad cobra una doble significación: La de la sombra y el misterio…” Misterio no revelado que hunde sus garras para hacernos revelación: “Luego del derrumbe de palabras, debajo de las conciencias, pedregal de imágenes, desprendido de la víspera, uno palpa las paredes del momento y busca una puerta por donde pasar…” Al final del día, estas evocaciones nocturnales nos conducen hacía “la serena clarividencia” y siembra en nuestras almas el misterio del clamor por la huida, que se complementa con la muerte, el nuevo nacimiento hacía una otredad desconocida e ineludible. François Migeot, con este lúcido poemario, no los recordará para siempre.

Las puertas infinitas de Alberto Hernández


El hastío ascendente en Puertas de Galina .

Por: Alfonso Solano.
“El hastío es, en cierto modo, el más sublime de los sentimientos humanos…No poder conformarse con ninguna cosa terrestre ni, por decirlo así, con la tierra toda…y encontrar que todo es pequeño y mediocre en comparación con la capacidad de nuestro espíritu… todo ello me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que podamos hallar en la naturaleza humana.”
Giácomo Leopardi.

I

Al igual que la angustía, el miedo y el júbilo en el ser humano, el hastío es un sentimiento arraigado en el interior del hombre que se manifiesta, recurrentemente, como una “proyección metafísica” que se hace presente en el quehacer poético y en el devenir de todo el arte contemporáneo. En la historia de la poesía moderna no ha sido menos importante: desde la irrupción de los “malditos” franceses incitado por Mallarmé y Baudelaire, este sentimiento privilegiado por filósofos como Heidegger y Kierkegaard, ha conformado todo un tejido neural de tradición, donde aún, siguen bebiendo los poetas de todas las esferas. “el poeta aparece en este mundo hastiado” nos afirma Baudelaire en los primeros versos de las flores del mal, pero a través de él, en su esencia emancipadora, el hastío se convierte en el camino, como la posibilidad de elevación y sublimación adquirida para alcanzar las más soterradas verdades del ser. Significa pues, en esencia, superación de la realidad inmediata y penetración en un estado de plenitud y de pensamiento inefable, como nos recuerda el gran poeta nuestro Silva Estrada. En Puertas de Galina del poeta Alberto Hernández (editorial memorias de Altagracia, 2010. Caracas, Venezuela) estas verdades del ser están sostenidas desde ángulos confrontados; tanto el de la angustía como el de la euforia. Así lo apreciamos desde sus primeros versos: “el último tren agota la hora extraviada. Un pájaro imposible cavila en la iglesia vieja, y el río resume la eternidad en un hombre que mira la devota peregrinación de los inviernos”.
El invierno aquí se refiere a la hora menguada, a esa otredad invisible en donde todo poeta habita. El hombre que mira, que navega en este río imposible, sabe que su destino no es ascender a la ausencia, sino descubrir en el vacío, las piedras significantes del sentido, del éxtasis, de la dificultad que subyace en el habitar poético, en esa desmesura que conforman los desiertos anhelados en la extensión del último horizonte:

A juicio de la mirada
el mundo rueda en la cresta de Dios
Pequeña arqueología de pasos,
roces del viento,
una puerta abre el temor
y el tiempo lo sabe.

Solamente este tiempo que todo lo sabe, se expresa en “su poder que se cambia con el silencio”:

Sólo la sombra dice de quien se estaciona
en la noche bajo la alargada sílaba. Más allá,
donde el sopor no tiene carne, está la mujer
que ayer nomás legitimó el silencio.

II

Las primeras puertas, las que evocan un paisaje temprano de las ciudades españolas de Salamanca, Alcalá y Compostela, son el preludio de los sentimientos expresados a través de imágenes verbales consecuentes y enmascaradas: La errancia, la angustía, el extravío, el vivir entre “la sagrada embriaguez del ser que somos” en exacta correspondencia con la exigencia de lo humano, como afirma lúcidamente Hanni Ossott, en su brillante ensayo: Memoria en ausencia de imagen. Luego, más adelante, la recordada poeta y ensayista venezolana nos incita a la reflexión con una adecuada interrogante: “¿Que se presenta desde el saber cómo lo más evidente?.. La herida y su persistencia…bajo los escombros de ese sistema se abre y se revela, a su vez, la otra herida, aquella de quien pregunta porque no conoce y porque sus propios cimientos se fundan sobre la ausencia de unidad, el horror al vacío o la nostalgia de lo pleno”. Este medio, este “horror al vacío” esta errancia del ser, constituye la materia prima de estos versos que abren caminos al silencio, descubren escombros y allanan portales:

Tantas son las puertas, tantos los pasadizos
La ciudad huye de mis ojos
Y de espaldas reconozco la desgarradura,
La marca del silencio, el gruñido
La bestia que agotó el hueco de la muerte.

Aunque se mida y se sienta en todo el poemario la “humedad de la muerte” y la muerte misma asuma “su cara de milagro” esta muerte no significa, sin embargo, el final del camino. Al contrario esta muerte representa el cambio hacia una nueva vida, el traspaso de vivencias hacia el porvenir del silencio, la extensión probable de un ser humano que “ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires…” (Friedrich Nietzsche: el nacimiento de la tragedia). Estos versos recuperan ese silencio, el “polvillo del remolino” bajo el mismo velo de la memoria y el hastío ascendente. Pero la poesía misma en su condición de engendradora de tiempos abiertos y sedientos de espacios reveladores es, de igual forma, fundación; eros y poiesis, triunfando sobre los escombros, traspasando las puertas del olvido:

Bajo el velo, la melancolía. El portal le
imprime a la ocasión la presencia de una errancia
agreste(…)Teresa disipa las imágenes,
abulta la cicatriz en la mejilla, rescata
la palabra apagada(…)

Si, es la misma palabra apagada que se oye gemir bajos los portales, bajo esas errancias, bajo la vegetación, bajo “el musgo de los estropicios”. Esta palabra silente recobra, en instantes, el brillo enceguecedor, sereno y arcano, que se extiende álgido sobre las sombras:

De las sombras un solo espacio
la vuelta al vano de una espera
donde el tiempo atisba llagas
y memorias

Este tono profético ,y en momentos fundacional, este habitar en el poema como lo concebía Hölderlin, nos evoca la propia situación angustiante y elusiva que experimenta el poeta Hernández en su propia casa: la casa de su espuma interior, la casa de sus silencios y también, la de sus resonancias marchitas. Pero esta casa del poeta es más amplía: la condición de la realidad poética del hastío, vasta en sus límites, sorpresiva en el umbral en donde todo se torna en silencio, vigilia y contemplación, se materializa en una actitud de ascendencia y transcendencia que se sostiene firme en la inmanencia, en la contingencia, en la espera y su reluciente esfera. “El poema es una espera” nos afirma con lucidez Jacques Dupin (la difficultté du soleil, París, 1970) y más adelante agrega: “Lo que acontece a cada instante, excede nuestros límites y, a la vez, no basta a nuestro deseo…El poema es el cumplimiento de esa espera, la espera de una espera y su centelleo…” En Puertas de Galina el poeta es, a su vez, todas las puertas, todos los paisajes, todos los silencios.
En definitiva estas puertas, que todo lo abarcan, son el pasadizo por donde discurren los sentimientos de una poética arraigada a la piel misma del poema y su transmutación en imágenes verbales: la angustia, el desvarío, pero también el júbilo y la proyección metafísica de una vida poco común que se detona en su esencia descarnada con una vitalidad y una fuerza telúrica única: “Velado por la noche, por la brisa que sacude las horas, mi cuerpo retorna el limpio aire del silencio… el mundo se rompe bajo mis pasos.” Al final el poeta transciende, en una curva simbólica de alquimia, ese sentimiento del hastío permanente del vivir y lo convierte en creación poética lúcida, reveladora, fundamentada y felizmente ascendente.

Un lento deseo de Palabras



LO FUGAZ Y LO PERMANENTE
EN LA POÉTICA DE MANUEL CABESA.

Por: Alfonso Solano

En el mes de mayo del año que acaba de finalizar, la casa Editorial Monte Ávila editores presentó en la Ciudad de Caracas, el libro Un lento deseo de palabras que recoge toda la obra poética desde 1980 al 2003 del poeta, bibliotecario, narrador y ensayista Manuel Cabesa. Desde sus primeras páginas, donde asistimos a un rito privado de viaje al interior del ser que se interroga y en donde la palabra se va desnudando en su tránsito silencioso, el poeta evoca con tono celebratorio la presencia iluminada de la imagen femenina. Esta presencia, esta mujer, se va descubriendo en la medida en que los versos se adentran en los territorios donde bajo “el rumor de la tierra despoblada” el cuerpo primigenio, pasivo y sagrado de la mujer recorre, a lo largo del poemario, las imágenes sensibles de una vida consagrada al delicado y peligroso oficio de nombrar lo femenino en la palabra que transita la intemperie existencial. Desde vida en común hasta su último poemario escrito en el 2002 distante mundo ya perdido, esta presencia contenida en su verbo poético actúa como una fuga hacia la otredad desconocida, una especie de expiación hacia lo feérico femenino, lo cual caracteriza de una manera singular este poemario, escrito desde los territorios misteriosos de la palpitación, de la ansiedad y de la inquietud por descubrir el descarnado devenir del universo y la existencia que se transmuta en el corpo femenino, abandonado en el cuerpo del poema. Por esta razón el poeta nos dice:

Que pobre soy
Tan pobre que arrastro en mí camino
Las piedras más tristes…
Las palabras más hermosas
Hablan de tu piel.

En cada palabra escrita, en cada cara del verso, tiene lugar ese prodigioso encuentro entre el poeta que se oculta y la mujer que lo descubre:

El resplandor
De tu mirada
Extendida
Hacia la vertiente
De la noche
Recrea
La memoria del amor
Arraigado
En la imagen
Del poema.

En este acto de “conocer y nombrar” lo innombrable, el poeta se despoja de significados religiosos o definitorios y abriga el contacto con lo transmutable en el vértice luminoso del constante encuentro con la amada desconocida:

He cabalgado hasta las tierras labradas
Por los estertores del sueño
Buscando el pensamiento de los pájaros
Y ahora espero regresar a ti
Vencedor inefable del tiempo infinito.

Reiteración del regreso. Esperanza del encuentro, experiencia nietzscheana de la reiteración y del ensueño. El espacio poético siempre será posible si ha tenido correspondencia con la luz de la Nadja o la Elena de sus ensoñaciones, en la que el poeta evoca y nombra a la mujer desconocida, en un recorrido pasible por la senda “en el origen de la quietud y la sencilla lumbre” como nos dice con claridad meridiana el gran poeta nuestro Alfredo Silva Estrada en un ensayo acerca de la poesía de Elizabeth Schön.
En su segundo libro llamado secreta permanencia, escrito desde el año 82 hasta el 88, el poeta Manuel Cabesa, nos invita para que recorramos junto a él, su celebración de la palabra poética, su amor a ciertas cosas del amor, a “ciertos nombres de seres, de recuerdos, de frutos” como nos dice el epígrafe de Homero Aridjis que da inicio al poemario. “la poesía como el amor funda lo que permanece” nos dice un verso inicial de este poemario que trastoca los territorios ocultos de la palabra escindida de todo significado corporal, de toda significación lineal. Jean Walh nos recuerda que ser poeta “es efectuar un movimiento que va del inconciente a la conciencia”. Podemos ver este movimiento en los grandes poetas franceses de la modernidad, sobre todo en Paul Valery quien afirma con vehemencia que la significación, el pensamiento y los contenidos de ese pensar deben estar escondidos en las palabras del poema “como la virtud nutritiva en un fruto”. Nada más cerca de la verdad en el contenido de los versos de secreta permanencia donde se gestan las resonancias y las revelaciones de una palabra oculta, de una palabra secreta.

No solo de palabras frías
está formado el cuerpo del poema
adentro como en un cofre
guardo los sentimientos
de antes y después del naufragio…

Ese naufragio del poeta se expresa en las ataduras propias de quien sufre los embates del desamparo amoroso y los confina “como una flor de fuego y eternidad” al enigma en cuya simiente “nace y se destruye la verdad y la razón”. Esta reflexión en el contenido interno del poema nos recuerda lo que una vez escribió Sartre en su lúcido ensayo: ¿Qué es la literatura? cuando afirma que “entre la palabra y la cosa significada se crea una doble relación recíproca de semejanza mágica y de significación”. Esta significación, este reflejo de la realidad interna del verso está “vaciada en la palabra, absorbida por su sonoridad o por su aspecto visual”. Tanto para Sartre como para Valery esta significación en el pensamiento del poema nunca terminará de revelarse, puesto que “las modulaciones de ese desconocido son, en principio, infinitas. En principio, a no ser por la humana contingencia” nos recuerda Silva Estrada en su brillante ensayo acerca de la poesía y su significación en la obra de Paul Valery. Veamos el siguiente poema y asistamos, con el poeta, al signo oculto de su secreta permanencia:

Como la flor del durazno
es arrastrada con serenidad
por la corriente
Como los colibríes de primavera
elevándose hasta el cielo
Así las palabras habitan el poema
vestidas de jade.

En poesía “la palabra no pierde su significación, su sentido. Pero el sentido aquí se vuelve nada, se deshace, se desvanece apenas intentemos separarlos del sonido, del cuerpo poemático” nos dice Silva Estrada en el ensayo antes mencionado. Estos aspectos del poema en su resonancia interna, Cabesa los revela en su palabra como un resplandor en medio de un mar turbio y oscuro azotado por la tormenta de los vientos: “Mejor inventar un nombre menos doloroso, una soledad hermanada en la espiga del poema…qué somos sino máscaras franqueando años de espera”. En este estado poético, la inspiración como el sueño es “perfectamente irregular, inconstante, involuntario, frágil(…) y lo perderemos como lo obtenemos: por accidente” (Paul Valery; conversación sobre la poesía.) Luego, más adelante en su último poemario escrito en el año 2002, distante mundo ya perdido, el poeta nos afirma: “Al final todos somos rehenes de los días(…)con la extrañeza de un silencio arraigado entre las líneas del poema (…)" Y reafirma la presencia luminosa del deseo hacía la mujer “Basta un amor para nombrar lo inefable”. Así como existe un azar adverso en la poesía, hay otro azar inmediato que es su aliado: a veces “un sonido puro suena en medio de los ríos” (Silva Estrada: Valéry: el otro: el mismo).
Junto a su imagen poética transmutada en el Corpo femenino, con su andar lento de palabras podemos resumir, de igual manera, que toda palabra “es anterior a la figura que designa” y además que “toda palabra es anterior a si misma”. Al final, como en el poema inicial de secreta permanencia, admitamos y celebremos con el poeta de forma prodigiosa que “la poesía finalmente abra caminos consagrados por la luz”.