Por: Alfonso
Solano.
En una noche
calurosa y circular, como suelen ser aquellas lunas en donde la memoria se
inserta en su laberinto, me dispuse a leer uno de los números de la curiosa e interesante
revista de poesía “El Salmón” esfuerzo editorial de dos sagaces e inteligentes
jóvenes de la nueva generación de poetas venezolanos emergentes: Santiago
Acosta y Willy McKey. El número 6 de esta revista, que en esta oportunidad está
dedicada al tema del Desvarío, contiene entre otras joyas, un curioso y
brillante análisis escrito por el desaparecido y recordado poeta y ensayista venezolano Juan Liscano
sobre una mujer desconocida por la mayoría: Luciene Silberg. Venezolana,
caraqueña nacida en el año de 1947 para mejores señas, a pesar de su
afrancesado apellido, esta mujer misteriosa que poseía el antiguo y raro don de
los genios en la palabra trasmutada, había viajado a mediados de los años
setentas, específicamente en los primeros meses del año 1976, a la ciudad
luz para estudiar Literatura, luego, al parecer, lo hizo también en
Inglaterra. En la ciudad de Bretón se alistó en la conocida Universidad de La
Sorbona para realizar su maestría de literatura angloamericana y Francesa,
cuando de repente, como quien ve una estrella fugaz en el firmamento, falleció
en septiembre de ese mismo año, tras padecer de una rara enfermedad que según
el propio Liscano nunca fue diagnosticada de forma acertada. Liscano mantuvo
cercana correspondencia con la poeta y en una
ocasión ésta le había comentado que deseaba “penetrar en su caja
craneana para saber lo que recubre todos los ruidos de fondo y tratar de
escribir redistribuyendo las palabras que no deben ser pronunciadas” (dixit).
Esta extraña visión de la escritura daría en su breve “canto de cisne” unos
poemas (7 en total) que se han convertido en el transcurrir del tiempo en una
especie de “cáliz sagrado” para todo aquel que tenga el privilegio de navegar
en sus laberintos infinitos donde todo lo soñado, todo lo imaginado, todo lo no
pensado y lo que aún ni siquiera se ha pronunciado, se encuentra en su más pura
forma de arte en la expresión poética. Sus poemas los escribió todos
en la lengua de Flaubert, y por
lo que describe Liscano en su intenso y brillante ensayo, amplió y
expandió en su brevísima obra, las
posibilidades insospechadas de este idioma. Como bien lo indica Liscano “en esa
tarea de ampliar las fronteras del lenguaje francés han trabajado
incansablemente generaciones de escritores, pero con Lucienne dicha tarea
adquirió una premura de última voluntad”. Tan sorprendido y encandilado estaba
el autor de “Myesis” y “Domicilios” que se sintió en la necesidad de escribir,
a petición del preocupado padre de la
poeta, una misiva en donde no sólo elogia la escritura de Lucienne, sino que
describe con una asombrosa capacidad de síntesis, los antecedentes de esta
escritura y su valoración en los tiempos contemporáneos.
El
Nombre del Nombre de lo impronunciable.
La poesía, como lo he dicho en reiteradas oportunidades, es el lugar de lo misterioso, de lo no-asido, de lo otro adviniendo en el yo, y en el río de las imágenes -muchas veces río intenso- que arrastra nociones y recuerdos, ese alter ego desvariado comienza a “hablar” a través del lenguaje. No sólo se trata de una exploración consciente y dirigida de la morfología y la genealogía del lenguaje. No es sólo un mero “discurso proliferante” como lo dijo una vez el poeta Mario campaña. Es más bien la expresión alucinada de la experiencia en el hacer poético, el “liminar sin reglamento” para descubrir una voz, una persona que habla a través de los otros sentidos, a través de la otra intimidad, que trasciende su lenguaje y lo coloca en el lugar de su mundo particular, en el lugar de su lengua homónima. Porque en los estados en que el alma se encuentra comprimida por los avatares del vivir, la lengua del poeta calla. Su otra “lengua” inicia el caótico viaje. “La poesía ya no representa ningún objeto; la poesía presenta un objeto único: el poema.” Nos confiesa el bardo Silva Estrada en uno de sus reveladores ensayos. Lucienne Silberg lo supo, lo sufrió en carne propia y lo trajo a la superficie en forma de inusitadas prosas y frases de un contenido tan mágico como delirante. La escritura de Lucienne está dotada de todo aquello que resulta de llevar a los extremos la experiencia del verbo y su resonancia interna. Lucienne quemó- como bien lo dice Liscano- en un solo verso, en una sola línea, toda posible influencia de un autor. Ella se entregó, como ninguna, “a ese apocalipsis verbal sobrepasando modelos”. Y lo logró en un tiempo inusitadamente breve.
Tengo
una lengua
La producción literaria de Lucienne Silberg es de una ascetada y brillante brevedad. Sólo se conocen 7 poemas*, algunos de ellos escritos en forma de prosa poética. Los poemas, como ya lo mencionamos, están escritos en francés. La traducción al español se debe a la diligente e ingente labor de Juan Liscano, quien los revisó y estudió a profundidad. Se sabe, en todas las esferas, que esta labor resulta comprometedora y reviste al quien lo hace de una especie de “paria en el calambur” lo cual no resulta del todo satisfactorio. No obstante, los problemas del traslado de los giros idiomáticos y los sentidos de una lengua a otra, tenemos en nuestras manos el resultado del trabajo hecho por Liscano. Y vaya que tendremos que agradecerlo para toda la vida!
El primer poema
se Titula: “tengo una lengua” y se inicia de esta forma: “tengo una lengua de
víbora exactamente allí donde pienso (…)” Acá el pensamiento es visto desde una
tribuna de contemplación dejando ir en vuelo rasante, todas las lenguas con sus
azares y desventuras, hurgando el otro lado de los objetos y las cosas que se
expresan con ánimo desvariado:
“lengua de vuelo
ahorquillado que alcanza los cubiertos y aglutina la vajilla, una lengua
tenedor, cuchara o cuchillo de carne o de pescado”
Luego, el lugar
desde donde habla esta lengua; el de la memoria, blanca memoria que discurre
los velámenes iníciales y coloca el nombre de lo innombrable:
“Tengo una lengua
tradicional de padre en hijos, de árbol en genealogía, de escaque en edificio,
y soy el nombre nuevo de un linaje muy antiguo”
El viaje en el
espiral eterno del pensamiento que es uno, aquí y ahora, como otrora en la
antigüedad de la memoria viajera desde lo inicial hasta lo propio, en un solo
magma verbal. Lucienne no se conforma con el simple “decir” en su poética,
quiere desintegrar y reintegrar una y otra vez, la lengua. Desea removernos en
nuestro fuero interior; es la palabra que hurga el alma de lo inasible, de lo
inesperado, de lo cognoscible y de lo desconocido:
“Cato manjar
tras manjar, sobre un mantel de desastres, sirviéndome de cada instrumento en
orden exterior progresivo hacía el interior”
Si, el descenso
hacía la profundidad del alma es inevitable, y así atraviesa los desiertos
pantanosos del lenguaje, soñando un nombre, evocando una imagen, escrutando los
silencios:
“Trago una masa
conformista blanda y edulcorante, resistencia, fuera del medio, entre el medio,
salida y gran final”
Todo esto lo
logra la poeta, evocando y transmutando el sentido de la luz primaria de una
certidumbre de la palabra que en momentos se vuelve sobre sí misma; cabalga,
cesa, prosigue, da saltos mortales, para finalmente, regresar revelada y
totalmente renovada.
Y ciertamente,
esta palabra de Lucienne Silberg, esta voz en el desierto de las sombras, nunca
es ajena al sentido de la palabra trasmutada. Todo lo contrario; Lucienne lo
desencadena con otros significados, unos que están más allá de la palabra, el
lugar del resplandor, el lugar de la revelación.
* Los poemas de Lucienne Silberg traducidos por Juan Liscano, al igual que el ensayo de este último, se pueden leer en su totalidad en el número 6 de la revista “El Salmón” tanto en su edición impresa como en la digital, disponible en la web.
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