viernes, 22 de junio de 2012

El gran concierto






El gran concierto

                                                                  Por: Alfonso Solano

Era otoño. Los aires del norte silbaban hasta el sur del estío, en donde su melodía indemne y tímida atravesaba el valle frío y sonriente que recibía con agrado las primeras hojas secas de la temporada. La corte de Köthen, estaba situada en una amplia calzada, vitoreada por una fila de abedules que hacían las veces de damas cortesanas vigilantes. Aunque de confesión y estructura calvinista (austeros en prodigios musicales y estrictos en lo eclesiástico) el joven príncipe se aventuraba con decidida emoción a demostrar su enorme interés en obras no sacras de los grandes maestros del barroco, aunque su presupuesto fuera más bien modesto. El maestro de la corte, lo fustigaba con complejas armonías, ejercitando a su discípulo con complejos desarrollos lejos, de la secular cantata y los repertorios religiosos. Nada musical le era ajeno al Kapellmeister, y el joven príncipe debía sortear, no sin esmerado esfuerzo, grandes desafíos en su desempeño como violinista. Su poco apego a los rigores cortesanos le permitía permearse entre la multitud de músicos que solían agruparse los domingos por las tardes, al caer el ocaso, para ejecutar obras diversas y algunas de ellas, incluso, inéditas para el oído atento del príncipe. El maestro de la corte le saludaba, con un gesto elegante de su cabeza, cuando tocaba el clavecín acompañando a los solistas de la noche. Esto, sin duda, lo acercó de manera prodigiosa al gran compositor que trabó con el una amistad cercana y segura, lejos de los convencionalismos de la real corte.
Al fin llegó el gran día en que el príncipe debía probar su talento ante la noble audiencia que esperaba impaciente en el gran salón imperial. Leopold, bajaba con lentitud meridiana, los largos escalones en forma de caracol que terminaban en la gran sala. El Kapellmeister ya había hecho la presentación previa del joven intérprete. De pronto, con un temblor que le subió por la pierna derecha y le llegó a la clavícula, el joven príncipe perdió el equilibrio y se precipitó, franco y redondo, sobre los peldaños de mármol rodando estrepitoso por los largos escalones. Justo en ese instante, Julio despertó de su sueño, sudoroso y excitado. Hubiese querido, realmente, que el gran maestre de Eisenach, le hubiere escuchado tocando su violín en el debut de su gran concierto.

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